De curas, hombres y defectos humanos

máscara de carnaval venecianoDe la escritura del artículo Burócratas y caprichos, quedé pensando en la soberbia y prepotencia absolutas.

Me vinieron a la mente algunos nombres de emperadores, reyes, dictadores, presidentes y jefes de Estado que encajaban muy bien.

Pero en lo concerniente a mi experiencia personal, todos ellos se opacaron ante el recuerdo de lo sucedido con un cura, en aquel lejano pero inolvidable y carnavalesco examen de latín.


Altar principal de la iglesia de Santo Domingo en Oviedo

Estudiaba yo en España, interno en el Colegio Santo Domingo de Guzmán, en Oviedo, capital del Principado de Asturias. Corría el año académico 1963-64 y yo presentaba examen final de latín del tercer año. Lo de presentar examen es solamente un decir porque, la verdad por delante, yo no había prestado la menor atención a la materia. Ni me gustaba, ni la entendía ni le encontraba el menor valor práctico. Por supuesto que la raspé. Me quedó junto con matemáticas, para entretenerme en el verano, como yo decía.

Durante las vacaciones de ese año, que pasé en Gijón, para las matemáticas me pusieron en un curso grupal de recuperación, y para el latín fueron clases privadas. En total eran cuatro horas diarias que me quedaban bastante atravesadillas, precisamente durante las mejores horas playeras. ¡Eso sí que fue un castigo! Sin embargo, para no hacerlo tan amargo, por fortuna para mí, la profesora de latín y yo congeniamos muy bien. Aún la recuerdo con mucho cariño, aunque su nombre no regresa a mi memoria ni por medio de electroshoc. Ella logró hacerme ver que la cosa no era tan difícil como yo pensaba, y puso verdadero interés para que yo aprendiera. Le gustaba enseñar y lo hacía con vocación de servicio y con apasionamiento. ¡Ella si que hubiera sido una funcionaria pública superlativa! Después de los primeros días surgió la reciprocidad, y yo me esforcé en no defraudarla.

Hoja de examenAmpliar imagen
Llegado el examen de reparación de latín, yo me sentía muy tranquilo. Con toda calma, acometí la parte escrita. Fue una traducción que encontré sencilla. Luego vino la parte oral. Uno por uno, en orden alfabético, los nerviosos gladiadores fuimos pasando a la palestra, de espaldas al pizarrón, dándole frente a la multitud presente en el circo. Estábamos dispuestos a salir victoriosos o morir dignamente en el intento, por la gloria del Cesar… que estaba a nuestro lado decidiendo nuestro destino.

Una tras otra se sucedieron las seis preguntas y yo las respondí sin un solo pestañeo. En las declinaciones estuve impecable. El examinador era mi profesor de esa materia, el Padre “V” conocido por su habilidad para soltarte un soberbio bofetón con cualquiera de las dos manos, con más rapidez de la que pica una cobra. No me mandó a sentar, sino que buscó mi examen escrito y lo revisó. Eso me sorprendió, igual que les sucedió a mis compañeros.

Rascándose la cabeza se acercó y me hizo varias preguntas más. Sin fallas, di el significado de algunas palabras latinas. A continuación, y más para sorpresa de mis compañeros que para la propia, me pidió que conjugara otras más. Luego me dictó un texto en latín y pidió que lo escribiera en el pizarrón y lo tradujera. Tuve un solo error menor.

Aquello parecía haberse convertido en un enfrentamiento personal. Por la expresión de su rostro y la actitud que manifestaba, me resultó evidente que luchaba entre el asombro y la contrariedad. Y pudieron más la contrariedad, la soberbia y la prepotencia que la razón. Me miró sin ocultar su disgusto y dijo:

disfraz colorido ―Has contestado perfectamente a todo. No puedo entender que alguien que en todo un año no puso la menor atención, venga ahora y demuestre que, en poco más de dos meses, sea capaz de saberlo. Debería ponerte un diez, pero no puedo aceptar que, habiendo podido hacerlo, no lo hicieras. No puedo aceptar que habiendo flojeado todo un año pases ahora, así que prepárate para el examen de arrastre porque, por mi parte, estás suspendido.

Si mi cara era un poema de asombro, en la de mis compañeros había toda una novela. No podíamos creer lo que escuchábamos.

Mientras el resto presentaba su oral, en mi mente daban vueltas algunas palabras que el cura dijo: “No puedo aceptar que habiendo flojeado todo un año pases ahora…” Él era un religioso, un hombre dedicado a Dios, un padre, un sacerdote que decía misa y aplicaba los sacramentos. Yo no podía imaginármelo negándole la extremaunción y última confesión a un moribundo, diciéndole: “No puedo aceptar que habiendo sido un pecador empedernido durante toda tu vida, vengas ahora, en el momento final y te arrepientas para ganar el cielo, mientras yo he estado toda mi vida sacrificándome para alcanzarlo.” Me pareció que había un contrasentido total entre lo que se predicaba y lo que se aplicaba, y yo no logré entenderlo entonces.

Por supuesto que el suceso prendió como el fuego en la pólvora, regándose por todo el colegio. «¡El Pintor” ha respondido todo el examen, pero el Padre “V” lo ha raspado porque le dio la gana! Yo nunca hice comentarios al respecto. Me tragué aquella humillación como tuve que hacerlo con tantas otras.

Corrió el cuarto año y, durante las vacaciones de aquel diciembre me encontré con la profesora. Le dije que había pasado el examen. No tuve el valor para decirle que me habían raspado con 4 puntos. En realidad yo no tenía nada de que avergonzarme, pero estuve seguro de que se sentiría mal, al pensar que ella había sido la que falló al no enseñarme adecuadamente. ¿Cómo explicarle que un religioso había cometido tamaño desaguisado? Posiblemente ella hubiera pensado que yo mentía para excusarme, y eso hubiera sido aún peor. Me dolió haber tenido que mentirle.

Ese año, superada ya la barrera del rechazo, puse verdadera atención en el latín. Además, quien impartía la materia era el Padre “M” conocido por ser el de comportamiento más imprevisible de entre todos los dominicos del colegio. Todos los alumnos procuraban comportarse bien con él, pero había más temor que respeto. Por supuesto que yo hice lo mismo. Ya tenía bastantes problemas con arrastrar la materia del tercero y tener que vérmelas con otras que no me gustaban nada, más el peso psicológico adicional que se cernía sobre todos nosotros por causa de la famosa y temida reválida que tendríamos que presentar, ―examinándonos nuevamente de las materias desde el primer hasta el propio cuarto― en el caso de que lográramos aprobar ese año.

Transcurrieron los meses y, faltando un par de días para el examen, en medio de la clase de latín, el Padre “M” se volteó mientras escribía en el pizarrón, miró hacia donde yo estaba y me dijo:

―Jesús, no hace falta que vayas a presentar el examen de arrastre. Yo soy el examinador de esa materia y, por lo que a mi respecta, estás aprobado.

Como si hubiera dicho la frase más natural del mundo, se volteó y siguió escribiendo en el pizarrón, dejándonos a todos con la boca abierta.

No sé ahora, pero así era el comportamiento de ellos por aquellas épocas. Dentro de los colegios tenían el poder casi absoluto sobre los alumnos, nadie osaba cuestionarlos. Una expulsión significaba casi una excomunión académica.

máscara en blanco y negro Tardé algunos años, pero lo entendí. Por lo general se tiende a idealizarlos un poco. Por que ellos son religiosos, las personas suponen que son mejores, más justos, más bondadosos, más comprensivos que el resto de los mortales. Pero nada más alejado de la realidad. Ellos son como todos los demás hombres, ni más santos ni más malvados. Arrastran el peso de los mismos defectos que cualquiera de nosotros arrastramos, simplemente porque son humanos. Algunos logran superarlos, otros no lo logran. ¿No nos sucede así a todos? No importa cuan policromáticos sean los disfraces carnavalescos con los que vamos por la vida representando el personaje elegido. Al final, aunque andemos con una rosa en las manos, nuestros comportamientos son en blanco y negro. O son correctos o no lo son.

Claro que, recordando mis cinco años en internados, ahora pienso que me hubiera gustado conocer a muchos de quellos otros, como Fray Carlos Barquín y algunos más en aquel mismo colegio o en el de La Salle, pero cuyos nombres se han diluido con el tiempo. O más como el Don Jesús de mi escuelita de Agüeria, o como aquel inefable Padre Mauleón, de Caracas, o a muchos Don Gildo y Don Pedro de esos otros recuerdos ajenos. Sin embargo no fueron esos los que más abundaron.

Mi caso con aquel examen de latín no fue ninguna rareza ni yo la excepción. Eran cosas que en aquellos colegios ocurrían con frecuencia. Sin embargo, como bien se dice: lo que es del cura va para la iglesia. en ese asunto en particular actuó la ley de compensación. La injusticia y el daño que uno de ellos había causado por su capricho y prepotencia, otro de ellos lo corrigió por su propia voluntad. Y era de quien menos me lo podía esperar. Sin embargo, opino que la reparación del daño no fue completa, porque en aquel inolvidable examen de latín yo me había ganado un 10, pero al final terminé con tan sólo 6 puntos en el boletín. Bueno, a lo mejor si hubo una compensación completa, porque si yo había flojeado durante todo el tercer año, quizás no hubiera sido justo que me estamparan un sobresaliente al final.

Y con el tiempo, después que lo pensé bien, una de las cosas que me alegró fue que, después de todo, yo no le había mentido a mi abnegada profesora veraniega de latín. Fuera del resultado numérico de los puntos que tan caprichosamente me pusieron en la prueba de reparación, yo había aprobado la materia de manera sobresaliente. Ella no falló como profesora. Por mi parte, como alumno que la llegó a apreciar, yo tampoco le había fallado.

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2 respuestas a De curas, hombres y defectos humanos

  1. «Ave, Cesar, Moritorum te salutam…mi hermano, con buen criterio siempre pensó que las aves de Cesar se morían de salud.
    El problema de los profesores de aquella época, es que tenían excesivo poder, y ahora el problema es que, en algunos casos ni siquiera pueden pedir respeto. Sería estupendo encontrar un témino medio.

  2. guardafaro dijo:

    Tiene un gran sentido lo que has dicho, María. Por todo lo que he podido leer, al menos en España, los proferores tienen temor de los alumnos, y hast de los propios padres de estos. Tengo recortes de artículos de prensa en donde se explican los tremendos problemas por los que pasan los profesores, pues la mayoría no logra conseguir un mínimo de respeto. Todas las indicaciones apuntan hacia la falta de los padres que no se ocupan de sus hijos, no tienen tiempo de inculcarles valores.
    Vaya vuelco que han dado las cosas.
    Después de la caida del régimen franquista, la sociedad española se fue hacia el extremo opuesto, hacia cierto libertinaje social, pero ya está encontrando el centro. Esperemos que en esto de la educación también logremos encontrar el justo medio.

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