Mucho más que un gato-3

Más que un gato

Tercera Parte

Esta es la tercera parte de una narrativa dividida en cuatro entregas. Si no has leído las dos anteriores, te recomiendo ir a la primera, a menos que te guste comenzar un libro por cualquier página en que se abra


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El mínimo Mucho más que un gato

Tercera parte
La gran amistad

Para cuando tenías seis meses ya te habías adueñado de todo. Hacía tiempo también que se te había castrado. Contigo fue a una edad más temprana que con Rufo. Creo que tú tenías como dos meses. No queríamos paternidades irresponsables. Aunque lo hicimos también para evitar que llegarais a casa llenos de heridas, a veces severas, por escaramuzas con otros gatos por causa de hembras en celo o por territorio.Menos mal que contigo dio resultado, porque con el Rufo nunca funcionó completamente. Quizás haya sido porque él ya tenía unos siete meses cuando se le castró, no recuerdo bien. El hecho es que él tenía épocas en que no dejaba de llegar con heridas de guerra. curando al gatoGeneralmente no pasaban de ser algunos pocos arañazos en las orejas, la nariz y la cara. Él se dejaba atender de buen grado, ronroneando mientras yo lo curaba. Solía poner una de sus patas delanteras sobre mi mejilla, como para sentir la vibración de las palabras, me miraba fijamente a los ojos, escuchando lo que yo decía, y maullaba quedamente como si respondiera a mis preguntas sobre las causas de los rasguños. Los dos aprovechábamos esos particulares momentos para hablar del asunto.

Realmente fueron pocas y de escasa importancia las heridas que él trajo. Aunque, en dos ocasiones, llegó con la misma pata trasera cortada severamente. Probablemente haya sido por alguna de las botellas rotas con que se coronan los muros de algunas casas, como medida de seguridad. Y otra vez apareció con cuatro marcas de colmillos gatunos en la cabeza, uno de los cuales, bastante profundo, casi le alcanzó una vena en el cuello. Quizás él no peleaba por hembras, pero nunca quiso ceder su territorio a ningún otro gato. La casa, los jardines y los techos conformaban su territorio principal que marcaba con frecuencia y vigilaba celosamente. No le gustaba que otros gatos cruzaran sus predios, pero aprendió a compartirlos contigo.

Por el contrario, tú nunca fuiste agresivo ni colocaste marcas, quizás por respetar las de Rufo o porque no sentías ese impulso. Tampoco te fuiste de farra algún que otro fin de semana dejándonos angustiados, apareciendo dos días más tarde con cara fresca, como si nada. Tú preferías pasar el tiempo en la casa y los jardines, observando a los pajarillos en sus incesantes saltos de fruta en fruta, los revoloteos de un árbol a otro y sus baños en la fuente. O perseguías a las mariposas, polillas y libélulas, brincando en el aire para intentar atraparlas. Y en las tardes, entre la una y las seis desaparecías. Al principio no sabíamos a donde te ibas, hasta que te encontramos durmiendo apaciblemente la siesta en sitios tales como el trastero o dentro de un armario empotrado, debajo de alguna cama o camuflado en algún macizo de flores.

Definitivamente, el Rufo y tú erais dos gatos totalmente diferentes. Él era cazador, tú no, salvo un par de ratoncillos con los que llegaste a casa para compartir tu triunfo con nosotros, y que nunca hiciste el menor intento de matar y comer. ―Cosa que el Rufo sí hacía― Tú no pasaste de atrapar alguna lagartija que, al final, se iba tras perder apenas un saltarín trozo de cola, que pronto le volvería a crecer. Y también un par de pajarillos descuidados, que tampoco mataste, afortunadamente. Una vez fue una de las tortolitas que aprovechaba los excesos de comida que las loras dejaban caer bajo la jaula. La otra fue un azulejo, lo recuerdo bien. En ambos casos nos resultó muy fácil quitártelos y liberarlos. Te compensamos con muchas caricias, palabras tiernas y algunos bocaditos de pollo, pescado o las delicadezas culinarias que a ti te gustaban.

De alguna forma, terminaste entendiendo que a nosotros no nos agradaba nada que tú cazaras. Te explique que los pajarillos también tienen el derecho a vivir, que ellos, junto con las lagartijas, las ranas y los sapos que teníamos por los jardines, nos hacían un bien. Ellos eran nuestra primera línea de defensa contra los insectos, por eso en casa no teníamos cucarachas, gusanos ni otros bichos.

¿Recuerdas también los momentos en que tú y yo, a la sombra de la pérgola, disfrutábamos de la contemplación de nuestro jardín? Yo te cepillaba y tú ronroneabas inclinándote para que te acariciara la cabeza, la cara y la barbilla, esos sitios a donde tu propia lengua no alcanzaba a llegar para acicalarte.

Yo te decía: «Mira, ya está el colibrí de regreso, libando de aquellas campánulas azules. Oye a los loros cara sucia que algarabía tienen montada; son unos escandalosos» El azulejo «Observa aquel hermosísimo canario y a la reinita caminar por la hierba, están comiendo los insectos y gusanitos que sacó la lluvia. No te pierdas el espectáculo de la hembra de azulejo disputando el higo más maduro. Escucha ahora, disfruta del mágico canto que la paraulata nos está ofreciendo desde allá arriba. ¿No es engañosa y contrastante la poca vistosidad de sus plumas con lo hermoso de sus trinos?»

Yo sabía que el ave solamente trataba de obtener respuesta de otra de su especie que se encontrara en el área, pero prefería pensar que cantaba para nosotros, agradeciendo todo lo que les damos.

Yo te explicaba también que tu plato siempre tendría comida abundante. Pero que, de similar forma, los higos, los mangos, nísperos, limones y bananos de nuestros frutales, así como el alpiste, arroz y migajas de pan que les poníamos en el comedero de aves, eran para compartir con todas las que nos visitaban diariamente, porque nos alegraban la vista con sus colores y los oídos con sus trinos. Te decía que ellas no eran para que tú y el tremendo del Rufo las anduvieran hostigando y cazando. Menos mal que, por más que sus saltos los hicieran una presa apetecible para jugar, por ti mismo decidiste que no era bueno meterse con los sapos, cuando llegaban al atardecer para dar buena cuenta de la comida que las perras dejaban caer de sus platos.

De aquella forma, hablando y hablando, en nada que me descuidaba, ya estaba yo explicándote la importancia de cada una de las especies en el correcto equilibrio de la naturaleza. Mami sonreía cuando nos sorprendía. Claro, como si tú pudieras entender. Bueno, entender quizás no entendías, pero bien que sabías escucharme. Y yo aprendí a escucharte, porque las palabras no siempre son necesarias.

La gloriosa pasarela. ¿Te acuerdas de ella, gatito? Fue aquel día en que te sentiste lo suficientemente grande como para igualar al Rufo en sus correrías. Minimo en la pasarela del árbol Subiste al árbol de nísperos siguiéndolo. Pero él saltó desde una de las ramas hasta el techito de tejas del trastero y se fue por los altos de las casas vecinas. Tú te quedaste en la rama, llamándolo porque querías seguirlo. Era un salto de poco más de un metro, pero desde una rama muy vertical e incómoda, y se necesitaba la habilidad que tú aún no tenías.

Fue tal la angustia que noté en ti tratando de encontrar un sitio por donde pasar, que no aguanté y decidí solucionarlo. Tomé en el tallercito una tabla y, en un santiamén, la aseguré bien clavada en el tocón dejado por una vieja rama cortada. Así, a unos dos metros de altura, quedó lista una linda pasarela desde el árbol hasta el techito. Tú que me habías estado viendo hacer desde una rama más alta, bajaste y la inspeccionaste. Era tu pasarela y la estrenaste con mucho tiento. Al llegar al otro lado te detuviste, miraste hacia abajo y fijaste tus ojos en los míos. No necesité más. Yo sabía lo que querías decirme. Entre nosotros no eran necesarias las palabras.

Ese día tú seguiste tras los pasos del Rufo, y te perdiste por los techos durante varias horas. Yo me quedé un tanto intranquilo, pero comprendí que ya eras un adolescente independiente. Claro que comprenderlo y aceptarlo eran dos cosas bien diferentes. Las perras abajo y el Mínimo en el del árbolPero nunca te dije nada de mis angustias. Nos quedaban tantos años por delante para compartir.

Después de ese día, muchas veces te encontré echado en medio de la pasarela, contemplándolo todo o fastidiando un poco a las perras desde aquella atalaya. También la utilizabas para tus juegos de cazarme a mí o a mami. Esperabas que pasáramos por debajo y nos jalabas del cabello con tu zarpita.

¿Y de aquel viaje a Caracas, para poneros a ti y a las perras el microchip de identificación? ¿De eso bien que te acuerdas, verdad? Fueron cinco horas de viaje. Las dos perras viajaban en la parte de atrás de la camioneta, separadas por los asientos y la red. A ti te llevaba dentro de tu jaulita de viaje, bien sujeta con el cinturón de seguridad en el asiento del copiloto, para que pudieras verme. Pero tú no dejaste de quejarte durante la primera hora. Finalmente decidí ver que ocurriría.

Te dejé salir de la jaula y cesaron los maullidos. Te acercaste a mí, colocaste tus patitas delanteras sobre el volante y estuviste por casi quince minutos manejando conmigo, mirando la carretera con gran curiosidad. Luego pasaste a la parte trasera y te echaste por más de una hora junto a las perras. Finalmente regresaste al asiento del copiloto, que yo había desocupado, y permaneciste echadito en él, mirándome, hasta que llegamos.

Más que pasar, los meses volaron y tú terminaste de crecer. Quienes te habían visto cuando te traje a casa decían ahora > Sí, eras realmente hermoso. Yo me había equivocado.

Ocurrió como en el cuento del patito feo. Tu pelo era asombrosamente sedoso, de un blanco intenso y varios tonos de gris. Y con tu porte regio, tus hermosos ojos dorados, nariz sonrosada, encantadora expresión infantil y cándida personalidad, bien pudiste haber participado en un concurso. El gato junto a la lámpara Aunque, definitivamente, fuimos nosotros quienes ganamos el premio contigo. Tu amor por nosotros fue incondicional, y tu nobleza y confianza fueron absolutas. Sin embargo, con los extraños siempre fuiste muy desconfiado. ¿Llegaste a saber que mami jamás lamentó el haberte aceptado? Yo jamás lamenté el haberte encontrado. ¿Lo sabías, verdad? ¿O fuiste tú quien me encontró a mí, bribonzuelo? Si fue de esa forma, siempre te agradeceré por haberme elegido.

Por más que el tiempo pasó nunca dejaste de verte como el eterno gatito mimoso. Conservaste la cara de niñito bueno, y lo eras. Cada vez que me veías te acercabas buscando mi mano, demandando la caricia que yo siempre tenía lista, generosa y abundante para ti.

A cambio, tú me dabas tu afecto incondicional. Te refregabas contra mí, marcándome con tu olor para que todos lo supieran. Yo era tuyo y tú eras mío. Los dos nos teníamos el uno al otro. Y cuando caminabas a mi lado lo hacías con orgullo, con tu rabo en alto, ligeramente enredado en mi pierna para mantener el contacto conmigo.

Podías pasar horas enteras ronroneando contento, dejando que te acariciara. También soportabas agradecidamente que yo, con todo cuidado y paciencia, te quitara los cardillos y pegones que, según la temporada, tú traías enredados en el pelo, particularmente en la cola. Por ellos yo sabía que habías estado de correrías en el parque de atrás de la casa. Y también sabía que habías cruzado por el jardín de la vecina para acortar terreno al regresar. Al parecer, tú sabías bien cuándo su perro estaba amarrado y cuándo no. Fueron los días felices.

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2 respuestas a Mucho más que un gato-3

  1. Lean Lee dijo:

    Muy buen escrito, con mucho sentimiento. Yo tenia un gato que se me murio y le he dedicado cosas en mi sitio, y seguramente lo seguire haciendo por siempre.

    Aun me falta hacer la pagina que prometi solo para el, y seguramente algun dia escribir un libro sobre el tambien.

    Un saludo enorme.

    Leandro desde Argentina

  2. Patricia dijo:

    Realmente tu escrito me ha conmovido muchisimo, pues tuve un gato (Bubby) que murió a causa del veneno, recien tenia 1 año y era muy parecido a Minimo..Siempre lo recuerdo..
    En casa tengo 8..y los amamos…

    Un saludo desde Argentina
    Patricia

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