No te creo. Esta es la frase que, para mí, pone punto y final a cualquier conversación. ¿Para qué seguir perdiendo el tiempo hablando con quien ya te soltó el no te creo?
Estás conversando con alguien que te preguntó cómo fue tu vida en las selvas del Amazonas, durante los años que viviste en ellas como garimpeiro. Le estás contando que en el poblado indígena donde vivías te cruzabas con una media de ocho a diez serpientes venenosas cada vez que ibas y venías del río. Que antes de levantarte del chinchorro o del catre, en la mañana, tenías que verificar que no hubiera ninguna serpiente durmiendo a tu lado, en busca del calor corporal. Y que antes de ponerte las botas tenías que sacudirlas para que no hubiera metido adentro algún escorpión o cien pies gigante. ¡No te creo! Te suelta tu interlocutor. Y se pone, de forma alterada, además, a darte todo un doctorado sobre el comportamiento de las serpientes, escorpiones y cien pies gigantes del Amazonas; cuando en su puta vida se leyó ni una novela de Emilio Salgari ni salió de Madrid más que a la Sierra a esquiar y a Valencia a la playa.